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domingo, 31 de enero de 2016

~Relato~ No hay canciones en invierno


Un tenue sonido ronroneaba por encima del fluir del agua y el mecer de la hierba; una joven tarareaba la canción mientras lavaba en el río. Sus manos no eran suaves ni sus ropas de seda, pero le gustaba soñar con tierras lejanas cuando estaba lo suficientemente lejos de su hogar para que la cruda realidad no la aplastara como una maza.

Y de su corcel airado,
con crines de cielo,
descendió el caballero
con una flor en la mano.

Caminó hasta su lado.
postrándose en el suelo,
y ella trenzando su cabello
aceptó la flor como regalo.

Ojalá que nunca llores,
que nunca sufra tu…”

El río pareció enmudecer cuando la joven dejó de cantar. Un destello entre las aguas la había hecho callar. Dejó las ropas y el jabón a un lado, se levantó las faldas e introdujo sus sucios pies descalzos en la fría corriente del Forca Verde. Sus manos buscaron entre las piedras del fondo hasta encontrar aquello que relucía. No era uno de los famosos rubíes del príncipe Targaryen, sino un pequeño medallón con un lobo grabado.

La pieza parecía estar deformada, quizá por algún golpe, pero podría venderla a un buen precio. Podría comprarse un vestido nuevo, como los que llevaban las damas de los castillos. La chica se rio mientras recordaba lo que le decía su madre, que de tanto querer ser como una dama acabaría como una  de ellas, encerrada en lo alto de una torre esperando a su caballero. Todavía sonriendo abrió el medallón, pero sólo había una cosa grabada dentro: "Se acerca el invierno".

Por alguna causa que desconocía, aquella frase la hizo estremecer. Las historias sobre el invierno siempre le habían dado miedo. Quizá el medallón no fuera tan buena idea. Después de todo, no podría comprarse el vestido. Debería dárselo a su padre para comprar comida y cosas más necesarias que un vestido de seda. Con un leve suspiro, agachó la cabeza y se dirigió de nuevo hacia la orilla. Alzó de nuevo el medallón en el aire para mirarlo antes de metérselo en el bolsillo. El oro relucía bajo la luz de mediodía. Quizá podría quedárselo…

—¡Ah!

La joven gritó cuando una sombra cruzó por delante de ella, arrancándole el medallón de entre los dedos. Miró alrededor hasta que vio un pájaro posado en una rama. Era un cuervo. Un cuervo blanco.

El vello se le erizó en la nuca. Recogió la ropa todo lo rápido que pudo y se fue corriendo de allí. Ni se le pasó por la cabeza recuperar el medallón. Ya no quería vestidos de seda ni castillos ni canciones. La realidad la había alcanzado aun lejos de casa.

El cuervo blanco solo podía significar una cosa.

El invierno había llegado.

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