Levitaba. Sentía que una nube bajo sus pies la
impulsaba sobre los oscuros adoquines de la calle. No sabía cómo había llegado
allí. A la puerta de aquel restaurante enclaustrado entre las fachadas
destartaladas de una calle tan antigua como la humanidad.
El local no tenía mucha mejor pinta. Las placas de
cerámica estaban partidas y algunos trozos yacían moribundos en el suelo. El
ladrillo parecía más bien polvo aglutinado esperando a que alguien soplara para
echar a volar. Las luces que colgaban sobre el dintel estaban en su mayoría
fundidas. Pero ella se sentía feliz. Radiante.
La neblina se enredó entre los pliegues de su falda y
la empujó hacia el interior. Echó un vistazo hacia atrás antes de cruzar el
umbral. No recordaba haber pasado por allí. Los árboles deshojados apenas
podían cubrir la luz mortecina que despedían las farolas. El coche en el que se
había subido al salir de casa no estaba. Tampoco recordaba haberse bajado de
él. Sólo la oscura carretera y las luces blancas y rojas intercalándose ante
sus ojos.
Suspiró. En realidad, no le importaba. Había llegado
hasta allí. Aunque no tenía muy claro si «allí» era a donde tenía que ir. Pero
no pudo evitar sonreír cuando se giró y un desconocido con esmoquin la invitó a
entrar.
—¿Delia Rox?
Ella asintió con una sonrisa y traspasó la puerta
medio podrida.
Dentro todo era luz.
Su vestido rojo refulgía como el fuego entre colores
tan variados que apenas podía ponerles nombre. El sonido de la algarabía
quedaba amortiguado por el susurro de las telas frotándose entre sí. Aquello
más que un restaurante, parecía una fiesta. Sus pies rebotaron en el suelo un
par de veces siguiendo una música que no alcanzaba a escuchar y se
dirigieron prestos hacia uno de los
camareros que portaban pequeños manjares en una bandeja. Delia flotó entre
todas aquellas gentes, pero antes de llegar a su destino, alguien tiró de su
brazo. La cara se le iluminó cuando el desconocido le pidió bailar.
Salieron a un patio exterior y las estrellas les
recibieron entre risas. Sus murmullos le cosquilleaban los pies mientras
danzaban como en esas películas de época donde todo era brillante y majestuoso
e irreal.
Irreal. Tanto como aquel restaurante, sus luces, sus
canapés, sus tejidos y sus estrellas risueñas. Tanto como aquel desconocido que
al mismo tiempo le resultaba extrañamente familiar. En aquel instante le
pareció flotar un poco menos y la sonrisa se diluyó en sus labios. El extraño
le preguntó algo, pero ella ya se alejaba entre las mesas, dejando atrás la
musiquilla celestial que acentuaba aún más la sensación ilusoria que rodeaba
todo aquel espejismo.
Delia se topó con un muro infranqueable de mesas
abarrotadas y guirnaldas fulgurantes. Esquivó las faldas y zapatos que salían a
su paso, empujada por la misma fuerza invisible que la había guiado hacia el
interior. Sabía que algo no funcionaba, pero no podía dilucidar exactamente el
qué. Recordó el coche, la carretera, las luces… y luego aquella calle
desvencijada y oscura que no sabría situar en ninguna parte. Un creciente
nerviosismo se aposentó en su cuerpo y notó el frío ascendiéndole por los pies
descalzos.
Absorta como estaba en sus cavilaciones, no vio venir
la figura que la bloqueó brevemente, lo suficiente como para desestabilizarla
en su carrera y hacerla caer. Con la mano temblorosa aceptó la ayuda que le
brindaron para levantarla, y las filigranas de sueño que aún empañaban su mente
se deshicieron cuando reconoció la mirada del hombre que le tendía la mano. Su
eterna sonrisa apenas dejaba entrever su mirada azul entre las pequeñas
rendijas de sus ojos.
Pero no podía ser.
De repente se encontró sola, y recordó que había más
gente con ella cuando se dirigían hacia el restaurante. Entre las luces
zigzagueantes se colaban las risas cristalinas de sus amigas. Miró alrededor y
no las vio. Todas las caras eran un borrón luminoso menos la que tenía frente a
ella.
Sabía que en otro momento, hacía tiempo, hubiera
saltado de emoción, pero no era el momento. Porque Robin Williams estaba
muerto. Y eso significaba que ella lo estaba también.
Echó a correr sorteando los obstáculos, deslizándose
entre la multitud que abarrotaba aquel lugar. Tan llenos de vida. Tan muertos.
Veía la puerta al fondo, perfecta en su marco de
acero, tan distinta de cómo se veía desde fuera. Después de lo que le
parecieron siglos logró alcanzarla y la abrió de un tirón. El aire de la calle
era fresco y olía a podredumbre. Antes no lo había notado, tan encandilada como
iba en su nube. Se tapó la boca y la nariz con una mano y echó a correr calle
abajo, desde donde recordaba haber llegado. Las farolas y las ramas agónicas la
persiguieron hasta que la oscuridad no la dejó ver nada más que negrura. Las
formas, los sonidos, hasta los olores desaparecieron en un suspiro.
Un intenso dolor le atravesó entonces el pecho.
Parpadeó y unas luces rojas giraron en sus retinas. Sintió que todo le daba
vueltas. Unos rostros desenfocados parecían observarla desde lo alto. El aire
entró de golpe en sus pulmones. Vio el coche que se cruzó frente al suyo en
mitad de la autovía. Sintió el volante rotar entre sus manos. Todo se puso boca
abajo.
Delia intentó incorporarse, pero unas manos la
frenaron. El mundo dolía y tenía frío. Pero poco a poco todo fue
desapareciendo. Sus músculos se aflojaron y su mandíbula se destensó. Lo último
que vio antes de dormirse fue la tierna expresión de Robin Williams diciéndole
adiós.