Estoy de pie en mi cocina, pero no sé para qué
he venido. No tengo sed ni hambre. Tampoco sueño. Es imposible dormir con todas
las lucecitas que entran por las ventanas. No importa que las cierre: se cuelan
por las rendijas, por las juntas entre planchas de metal, por mis párpados
cansados. Cierro los ojos y allí están, hincándose en mi retina y taladrando mi
cerebro con sus brillos de colores, recordándome que estoy encerrado en mi
propia casa.
Con el resplandor que entra del exterior puedo
leer perfectamente las notitas que rellenan la puerta de la nevera, cada una
colgando de un imán que se parece al de al lado lo mismo que una foca y un
colibrí. De hecho, hay una foca y un colibrí. El que me los regaló tenía un
gusto pésimo para los animales. Dos bestias extinguidas, una con más grasa que
pelo y otra que volaba hacia atrás. Tendré que reconocerle un poco de sentido
del humor; hay que admitir que, visto así, se parecen a mí.
Las notas apenas dejan ver la puerta. Voy
revisándolas, una a una, mirando sin parar el calendario que hay arriba del
todo para que no se me olvide en qué día estamos. La mayoría son de días
anteriores, no entiendo muy bien por qué no las he tirado ya. Parece que hay
una para hoy: "Equipo especial. 8.00 A.M. Lucecitas". Vaya, que por
eso están las lucecitas. Porque va a venir un equipo especial. ¿Pero para qué?
¿Y por qué no pueden dejarme dormir?
Miro la hora, pero el reloj está roto. Ni idea de
cuándo piensa amanecer. Tendré que esperar. La cocina parece un sitio como otro
cualquiera para aguardar a que salga el sol. Me siento en el suelo y miro
alrededor. Todo está tranquilo, todo parece estar en orden. Menos esa mancha de
allí. ¿Cómo habrá aparecido? Me acerco con cuidado y la toco. Está áspera,
reseca. A la luz de los focos diría que tiene ese tono rojizo del tomate
chamuscado cuando se te olvida que lo has metido al horno. Echo un rápido
vistazo al horno para cerciorarme de que no hay nada dentro. Nunca se sabe.
Vuelvo a observar la mancha. No se ha movido.
Eso es buena señal. Con tantos destellos las sombras no paran de cambiar y no
puedo estar seguro de nada. Yo y mis problemas de concentración. A veces me
harto de ellos. Cuando recuerdo que los tengo, claro.
Una mano me aprieta el hombro y doy un
respingo, sobresaltado. Otra me tapa la boca e impide que empiece a soltar
improperios. ¡Qué coño! ¡Joder! ¿Quién
eres? ¿Qué quieres? ¡No tengo nada de valor! Quizá pueda romper las leyes
de la ciencia y que mis pensamientos no pronunciados lleguen a la cabeza de
este individuo antes de que me mate. Si es que quiere matarme.
—No grites. Vengo a sacarte de aquí —susurra,
dejando de amordazarme.
—¿Cómo has entrado? —le pregunto. Ahora mismo
esta cuestión me parece más interesante que las demás—. La casa está rodeada,
¿verdad? No me dejan dormir.
—Por el túnel del sótano. Vamos.
Tira de mi brazo para que me ponga de pie y lo
siga. Menuda fuerza tiene. Pero mi testarudez es aún mayor. Sobre todo cuando
va acompañada de curiosidad.
—¿Hay un túnel en el sótano?
—Sí. Contaba con que no te acordaras de él. ¡Venga!
Vuelve a tironear de mí, y esta vez lo acompaño.
Recorremos la casa a paso ligero, aunque mi visitante parece conocerla mejor
que yo.
—¿Vives aquí?
—No, tú vives aquí. Yo solo vengo a salvarte el
pellejo.
—¿Me conoces?
Se gira de pronto y chocamos pero conseguimos
mantener el equilibrio. Me agarra la mano con fuerza y me la gira.
—¡Au!
En lugar de pedir perdón, saca un dispositivo
electrónico e ilumina nuestras palmas. Las mías son gordas y están limpias, al
contrario que las suyas, que no se parecen en nada a lo que llamaría
"manos de hombre".
—¿Eres una mujer?
—Príncipe azul para ti, princesa. Al parecer no
eres el único que se olvida de lo capullo que puedes ser.
—Gracias. Supongo —digo, un poco confuso.
¿Desde cuándo los salvadores se comportaban así?—. Aunque si vas a ser mi
príncipe deberías estar bajándome en brazos.
—Sigue hablando y te dejo aquí, caraculo. ¿Quieres mirar? —resopla. Creo
que tiene un poco de prisa—. No tenemos toda la noche.
La obedezco. Su tono de voz no me deja otra alternativa.
No sé lo que pretende esta mujer, pero me gustaría evitar que me mate. Miro
fijamente las palmas de nuestras manos. Dos símbolos gemelos se saludan en la
penumbra. Parece que se les da mejor romper leyes físicas que a mí.
—Te conozco —admito, aunque no podría jurar de
qué. Pero si tenemos las mismas marcas grabadas en la piel tiene que significar
algo. Aunque sea simplemente que compartimos celda alguna vez —. ¿Hemos estado
en la cárcel?
La chica suspira y puedo adivinar que está
poniendo los ojos en blanco a pesar de que no puedo verle la cara. Vuelve a
tirar de mí, tan rápido que tengo que poner toda la atención en mis pies para
no tropezarme con nada. Bajamos al sótano, que está plenamente a oscuras. Aquí
no llegan las lucecitas. Menudo descanso. Si hubiera recordado que tenía sótano
habría bajado yo mismo mucho antes.
—Gracias.
No me responde, sino que se pone a toquetear
una pared. Oigo los chasquidos de la madera y un crujido que parece rebotar por
toda la estancia y que juraría que ha podido escucharse fuera.
—Espérame aquí —susurra, aunque estoy seguro de
que nadie puede oírnos—. No hagas ruido y no hagas preguntas. Volveré
enseguida. Mantén esto encendido.
Me da el dispositivo que nos está sirviendo de
linterna y observo cómo se acerca a un montón de muebles apilados y se inclina
sobre un bulto. Lo coge por debajo de dos asas y lo empieza a arrastrar
escaleras arriba. ¿Qué es eso? ¿Está
vivo? ¿Qué vas a hacer con él? ¿Por qué no me dejas preguntar en voz alta?
¡Boom!
Diantres, así es imposible que consiga traspasar
las barreras lógicas del mundo. ¿Qué ha sido ese ruido?
—¡Corre!
Me engancha de la muñeca y vuelve a tirar de
mí. Tengo la sensación de que he visto secuestros menos violentos. Le devuelvo
la linterna improvisada justo a tiempo para que ilumine el pequeño boquete que
hay abierto en el muro, recubierto de tablas de madera que deben de tener más
años que nosotros dos juntos. Nos colamos por él y ella lo cierra de un golpe.
—¿Puedo preguntar ahora qué ha sido eso?
—boqueo cuando consigo hallar un poco de aire en mis pulmones.
—Estaba simulando tu suicidio, caraculo. Sigue corriendo.
—Eso hago… ¿Por qué me dices caraculo continuamente? ¿No serás tú la
del imán de la foca, verdad?
—¿Te acuerdas del imán? —Se detiene. Esta vez
consigo esquivarla a tiempo. El móvil, porque tiene que ser un móvil, le
ilumina levemente los rasgos de la cara. Me está mirando con sorpresa. Quizá
sea el primer hombre-foca con el que se encuentra.
—Lo he visto ahí arriba hace un rato.
—¿Y te sigues acordando?
Miro alrededor en busca de una cámara oculta.
Esto empieza a parecerse demasiado a una broma de mal gusto.
—Claro. ¿Por qué no iba a acordarme?
—Por nada. Caraculo.
Ya te compraré otro.
De repente me besa y echa a correr de nuevo.
Voy tras ella, cada vez más cansado, tanto de moverme como de que las preguntas
se me agolpen en la mente como si fueran gotitas de agua dentro de un globo. En
algún momento la presión lo hará reventar y dejaré el túnel perdido de sesos.
Anda. El túnel.
—¿Desde cuándo está esto aquí?
—¡Desde la guerra!
—¿Y eso fue hace mucho?
No me contesta. No sé si porque no quiere o
porque la he perdido. Pero no puedo correr más rápido. Las gotas de sudor me
resbalan por la cara. No sabía que las focas sudaban.
—Eso es porque están en el agua.
La tenue luz de una farola lejana saca a
relucir la nariz respingona de mi príncipe azul, que sujeta una puerta
desvencijada y sucia. Parece que el túnel se ha acabado.
—¿Por qué me miras con cara de bobo?
—Porque… Porque… No puedo respirar… Porque… ¡me
has leído el pensamiento!
Estoy extasiado. ¡Lo he conseguido! ¡Y tengo
testigos! Pero en vez de felicitarme, mi príncipe testigo secuestrador se
limita a sonreírme y me estrecha la cara entre sus manos.
—Anda, vámonos de aquí.
Caraculo.
Venía que ni pintado. Seguro que se ha quedado con ganas de decirlo.
—¿Por qué?
—Porque ahora estás muerto y tienes que
desaparecer. Tengo la moto por allí, vamos.
Me miro de arriba abajo y me toco la barriga.
Vale que no me deja verme los pies, pero me parece bastante real.
—¿Por qué me has matado?
—Porque te iban a encerrar —me explica mientras
empieza su marcha en la dirección que había indicado.
—¿Y por qué?
—Porque te acusan de haber matado a una mujer
en tu casa.
—¿Y no la maté?
—No.
—¿Y cómo lo sabes?
Se gira y me mira con gravedad. Ahora tengo
ganas de esconderme detrás de algo. Menudo príncipe azul que se dedica a
asustar princesas. Los cuentos ya no son lo que eran.
Creo que no quiere que diga nada más, así que
permanezco callado hasta que llegamos junto a una scooter azul. Pedazo de burra. Hasta tengo que ponerme el casco. Lo
nunca visto.
—Oye, y eso que arrastrabas antes… ¿era un
cadáver?
—Ahora lo es —me contesta con voz grave. Echa
un vistazo hacia atrás y yo hago lo propio, pero no veo nada extraño por la
calle. Ningún muerto viviente.
—Creo que puedes estar tranquila, no se ha
venido con nosotros. ¿Quién era?
Un ruido ensordecedor vela por un instante los
sonidos de la noche. La chica ha arrancado la moto y el trasto traquetea hasta
que decide por fin empezar a moverse.
—Eso ya no importa —susurra, tan bajito que no
sé si lo ha dicho realmente o si mi mente se ha encargado de imaginarlo.
Acelera y la agarro con fuerza, con cuidado de
no hacerlo demasiado fuerte, aunque sospecho por la tersura de su piel sobre
los músculos tensos que tiene mucho más aguante que yo. Los chasquidos nos acompañan mientras nos
perdemos por la ciudad, en una oscuridad que no recuerdo haber visitado antes,
con tonos amarillentos en el horizonte. ¿Faltaría mucho para las ocho?