El mundo era gris. Como si cada
rincón del planeta estuviera cubierto de finas partículas de ceniza. Como si
cada átomo hubiera decidido volver al blanco y negro en busca de un futuro
mejor.
Porque allí, devorando el
horizonte, una mancha negra se extendía a la sombra de un cielo carmesí. Se
deslizaba perezosa entre los esqueletos de hormigón y acero, fagocitando chapa,
madera y carne en un silencio sepulcral.
Las manos me temblaban mientras
sucumbía a la imperiosa necesidad de escalar, de subir por los invisibles
peldaños excavados por el tiempo de la pared vertical de roca gris. A mis pies,
un cachorro paralizado por el terror era engullido por el mar negro que iba
ocupando cada hueco.
Resbalé. Y mi grito ahogado
rebotó en la soledad del mundo e hizo eco. Una burbuja viscosa explotó a lo
lejos, muda. Respiraba a toda velocidad mientras me agarraba a la piedra con
manos, pies y alma. Incapaz de pensar en nada más, continué el ascenso.
Desde lo alto, la tierra parecía
una bola de billar cubierta de agujas. El horizonte no era más que una línea
negra resplandeciendo bajo el cielo sangrante, como llamas negras que se expanden
por el bosque calcinándolo todo.
Sentía ganas de gritar, pero el
despertar me robó la voz.
Boqueé, intentando hallar el
aire en la oscuridad. Parecía que el corazón se me hubiese parado. Subí la
persiana de un solo tirón y cerré los ojos, esperando que una boca de gelatina
negra me tragara. Un resplandor rojizo bajo mis párpados me hizo abrirlos con
miedo. Pero allí sólo había una luz clara y un cielo azul deseándome los buenos
días.
Suspiré, aun intranquila sin
saber exactamente por qué. Aun no había llegado a mis oídos que una mancha
negra serpenteaba, inexorable, desde el mar hasta la playa.
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