Un tenue sonido ronroneaba por encima
del fluir del agua y el mecer de la hierba; una joven tarareaba la canción
mientras lavaba en el río. Sus manos no eran suaves ni sus ropas de seda, pero
le gustaba soñar con tierras lejanas cuando estaba lo suficientemente lejos de
su hogar para que la cruda realidad no la aplastara como una maza.
“Y
de su corcel airado,
con crines de cielo,
descendió el caballero
con una flor en la mano.
Caminó hasta su lado.
postrándose en el suelo,
y ella trenzando su
cabello
aceptó la flor como
regalo.
Ojalá que nunca llores,
que nunca sufra tu…”
El río pareció enmudecer cuando la joven
dejó de cantar. Un destello entre las aguas la había hecho callar. Dejó las
ropas y el jabón a un lado, se levantó las faldas e introdujo sus sucios pies
descalzos en la fría corriente del Forca Verde. Sus manos buscaron entre las
piedras del fondo hasta encontrar aquello que relucía. No era uno de los
famosos rubíes del príncipe Targaryen, sino un pequeño medallón con un lobo
grabado.
La pieza parecía estar deformada, quizá
por algún golpe, pero podría venderla a un buen precio. Podría comprarse un
vestido nuevo, como los que llevaban las damas de los castillos. La chica se
rio mientras recordaba lo que le decía su madre, que de tanto querer ser como
una dama acabaría como una de ellas,
encerrada en lo alto de una torre esperando a su caballero. Todavía sonriendo abrió
el medallón, pero sólo había una cosa grabada dentro: "Se acerca el invierno".
Por alguna causa que desconocía, aquella
frase la hizo estremecer. Las historias sobre el invierno siempre le habían
dado miedo. Quizá el medallón no fuera tan buena idea. Después de todo, no
podría comprarse el vestido. Debería dárselo a su padre para comprar comida y
cosas más necesarias que un vestido de seda. Con un leve suspiro, agachó la
cabeza y se dirigió de nuevo hacia la orilla. Alzó de nuevo el medallón en el
aire para mirarlo antes de metérselo en el bolsillo. El oro relucía bajo la luz
de mediodía. Quizá podría quedárselo…
—¡Ah!
La joven gritó cuando una sombra cruzó
por delante de ella, arrancándole el medallón de entre los dedos. Miró
alrededor hasta que vio un pájaro posado en una rama. Era un cuervo. Un cuervo
blanco.
El vello se le erizó en la nuca. Recogió
la ropa todo lo rápido que pudo y se fue corriendo de allí. Ni se le pasó por
la cabeza recuperar el medallón. Ya no quería vestidos de seda ni castillos ni
canciones. La realidad la había alcanzado aun lejos de casa.
El cuervo blanco solo podía significar
una cosa.
El invierno había llegado.
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