El trigal estaba marchito. Ni
siquiera el brillante lucero conseguía darle un atisbo de vida. El caballo,
renqueante, pisó la tierra yerma con sus patas enjutas. Bufó de cansancio.
Estaba harto de caminar de un lado a otro sin rumbo fijo por aquellos parajes
oscurecidos como una mancha de café reseca.
Por suerte, su amo era tan
ligero que a veces olvidaba que lo llevaba encima, excepto cuando le apretaba
los flancos para evitar salir volando. Y cuando abría la boca, claro.
—Mira, Sancho. Mira allí a lo
lejos. ¿Los ves?
—¿El qué?
El caballo también levantó la
cabeza y vislumbró en el horizonte una serie de figuras inmóviles, con los
brazos extendidos al cielo. Se removió, inquieto, mientras un asno despellejado
se colocaba a su lado y miraba en su misma dirección. Parecía incluso más
exhausto que él. No le extrañaba, conociendo la bola de carne que transportaba.
—¿Es que no lo ves, Sancho? Son
criaturas de la oscuridad, esos seres hambrientos que han maldecido estas
tierras. Y ya ves, amigo mío, ¡el Destino nos pone frente a frente para
vencerlos y liberar nuestro hogar de esta abominable condena!
—Em… tío… No te flipes —oyó que
decía Sancho con su voz cascada de tanto fumar—. Yo ahí no veo ningún zombi de
esos. Son los molinos esos viejos, que se ve que aún queda alguno en pie.
—Me parece, amigo Sancho, que tu
juicio está nublado, ¿o acaso es el miedo lo que te ciega e impide ver que
nuestra salvación está justo delante de nuestras narices? ¡Aparta si no tienes
la osadía de enfrentarte a esas criaturas infernales! ¡Yo alcanzaré la gloria
para los dos!
El caballo piafó cuando su amo
le clavó las espuelas y seguidamente se lanzó al galope en busca de esas
criaturas muertas que solo él podía ver. La tierra ennegrecida se deslizaba
bajo sus cascos a una velocidad pasmosa y el equino, orgulloso, no tardó en
acelerar a pesar de las tiras de piel que se iban quedando por el camino.
—¡Vamos, Rocinante! —gritó su
amo, ahogando los bramidos del otro, que se había quedado atrás junto al asno.
Las construcciones iban
aumentando de tamaño poco a poco ante sus ojos. No cabía duda de que eran
molinos, de aquellos que se usaban cuando la meseta aún era fértil y había algo
que llevarse a la boca. Sin embargo, estaban semiderruidos y con las aspas
rotas, apenas un reducto de lo que fue antaño. Pero su jinete, lejos de rendirse
a la realidad, lo espoleó aún más, con la lanza en ristre, vociferando:
—¡No huyáis, bellacos! ¡Yo os
derrotaré y devolveré a esta tierra su gloria y esplendor!
Estaban ya los molinos sobre
ellos, moviendo sus aspas, que crujían con cada soplido del viento. Rocinante
vio que su amo no tenía intención alguna de detenerse y que iban directos a una
de las paredes que aún quedaban en pie. Intuyó, no sin cierto esfuerzo, que de
estrellarse el mayor golpe lo recibiría él, y dado que se consideraba el más
inteligente de su pequeño grupo de acompañantes, no estaba dispuesto a caer en
la jerarquía por una simple alucinación de un enclenque fumado ni tampoco a
consentir que siguiera clavándole los malditos pinchos en las costillas.
Así pues, hundió los cascos en
el terreno y frenó en seco. A su jinete le pilló tan desprevenido que sus
gritos beligerantes se convirtieron en los aullidos de un gato asustado
mientras realizaba una parábola en el aire que lo mandó directamente a una de
las aspas del molino. El viento sopló entonces con fuerza, moviendo el
armatoste en el que se había quedado enganchada la lanza. Rocinante escuchó el
eco de la carne al desgarrarse y observó cómo el molino lanzaba arma y brazo al
vuelo. Mientras, en el suelo, su amo se retorcía en un ataque de histeria,
aunque bien podría haber asegurado que se trataba de un ataque de risa.
—¡Menudos descerebrados!
—carcajeó, agitando las extremidades que le quedaban como si fuera un insecto—.
¡Y pensar que podían vencerme! ¿Lo ves, Sancho? ¡Los he vencido a todos y solo
a cambio de un brazo! Bien ha merecido la pena perderlo si la recompensa es que
estos campos vuelvan a lucir verdes y dorados y pardos!
—Bien pardo… es como te han dejao a ti, tío… Menuda hostia… te has llevao.
Rocinante miró a Sancho, que
acababa de llegar corriendo y resoplando, sin que una gota de sudor le bañara
el rollizo cuerpo.
—¡Pocas han sido! ¡Aun podría
haber aguantado más por la gloria y el honor! Pero tales engendros no son
rivales para mi gallardía y experiencia en la lucha.
—Pero tío, ¿qué te has fumao? ¡Si tienes los molinos ahí al lao que en cualquier momento se te cae
uno encima y te chafa!
—Ay, Sancho, que no entiendes de
tales aventuras y estabas tan asustado que no has visto cómo derrotaba a las
criaturas infames entre estas ruinas y cómo después se han deshecho y vuelto al
infierno donde pertenecen.
Rocinante aprovechó la absurda
conversación para sentarse y descansar. No tardó en acompañarlo el viejo asno,
que lento pero seguro había llegado junto a ellos sin despeinarse.
«Me debes una», le recordó el
caballo al recién llegado.
El borrico meneó la cabeza,
descontento.
«Siempre ganas tú». Agachó la cabeza,
entristecido.
«Confías demasiado en la capacidad de mi
amo para aguantar el chocolate».
El asno resopló, contrariado.
«¿Y aún no se han dado cuenta de que los
muertos son ellos?».
«No», le contestó Rocinante, y al
relinchar los músculos de la quijada que le quedaban se tensaron tanto que
parecía que se fueran a romper en cualquier momento. «Pero espero que cuando se
den cuenta estén tan fumados que podamos ser más rápidos que ellos».
«¿Más rápidos para qué?».
El caballo le enseñó los dientes a su compañero corto de entendederas, formando
una sonrisa tan amistosa como malévola.
«Para comérnoslos primero, claro».
I like.
ResponderEliminarMe alegro ^^ Muchas gracias por leerlo :P
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